“Hay que fundar donde no hay nada”

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Por Brián Ferrero

Mi relación con Leopoldo ha sido sobre todo personal, mediada por la academia sí, pero básicamente ligada por el afecto; al igual que la relación que entabló con la mayor parte de quienes fueron sus alumnos, compañeros de trabajo. Lo conocí en mi ingreso al Programa de Posgrado que dirigía, pero rápidamente la relación se tornó de una amistad paternal, y con esto digo confidencial. Si bien durante años lo visité diariamente en su oficina del PPAS, los temas burocráticos y académicos ocupaban pocos minutos de las charlas, dejando lugar a anécdotas personales, las novedades en la teoría, incursiones en los pormenores cotidianos de la vida urbana, y sobre todo la puesta al día de las novedades familiares, esto último, a medida que pasaron los años fue ocupando un mayor lugar. Siempre café de por medio, alguna vez le dije que me sorprendía que no tomase mate viviendo en Misiones, su respuesta abundó sobre el buen café que se prepara en estas tierras.

Cuando comencé a abordar mi tesis de posgrado, charlando con Leopoldo, vi que los colonos misioneros le generaban una profunda fascinación, creí que era porque recientemente se publicaba en Argentina su libro "Los colonos de Apóstoles". Al conocerlo más me di cuenta que la mayor fascinación no era por el hecho de ser misioneros, Leopoldo no mostraba aprecio por el amor localista, telúrico. Sino que lo inquietaban los emprendedores, aquellos que iniciaban una empresa de la nada, aquellos que creaban en tierras hostiles. En cierta oportunidad me ofrecieron un lugar de trabajo en la Patagonia, lo primero que hice, fue consultarle a él si sería bueno marchar hacia el sur, su respuesta fue una pregunta -¿Hay antropología allá?–No. -Entonces tenés que ir, hay que fundar donde no hay nada. Si fuese vos me iría... además, lo que más me gusta son las montañas, el frío, la nieve.... –¿Pero y por qué te viniste a vivir a Misiones, donde todo eso tiende a escasear? -Porque acá no había antropología. Leopoldo confiaba en el desarrollo, en la fuerza del progreso.

Entre cafés, rodeado de las fotos que se acumulaban en las paredes de su oficina, me contó que siendo estudiante de física, cierto día, hojeando un libro con imágenes de la diversidad mundial de campesinos, le llamó poderosamente la atención que todos eran muy parecidos, que más allá de que el libro pretendía mostrar la diversidad de ropas, colores, paisajes, miradas, las similitudes predominaban. El hombre (y la mujer, agregaba con su ironía) es uno solo, y, desde este lugar, siempre lo pensó Leopoldo. La diversidad humana responde a unos pocos imperativos, dijo alguna vez en su oficina, criticando luego las tendencias al relativismo en que se sumergió la antropología durante décadas. En este sentido, él no fundó una antropología misionera, nada más lejos que eso. Hay ideas suyas que me siguen resonando, y seguramente lo seguirán haciendo por años. Un consejo que me dio cuando desconcertado regresé de la selva interior de Misiones, buscando la respuesta del maestro, me dijo que al abordar a una comunidad, las primeras preguntas no tienen que ser sobre la cultura local y aquello que la distingue, sino sobre qué nos dice esa sociedad acerca de la humanidad. En lo personal, esto me sirvió como mapa para calmar desalientos. Estoy convencido de que aquí radican algunos de sus principales aportes conceptuales y metodológicos, en proponer que la diversidad cultural tiende ocultar el hecho de que la antropología estudia al género humano. En particular, y sin entrar en detalle, él decía que es necesario comprender la adaptación al medio social y físico, la forma de satisfacer necesidades energéticas de toda sociedad y las consecuencias políticas que esto genera. En este sentido, Leopoldo dejó una deuda, puesto que más allá de su personalidad emprendedora, aún no se generó una línea de trabajo o escuela que lo sucedería en este tipo de análisis.

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